Por Roberto Elenes
Impulsada por el irrefrenable
deseo yanqui de apropiarse de la cuenca del Río Colorado y de territorios con
salida al Océano Pacífico, la invasión norteamericana a México llegó a término el 2 de febrero de
1848 con el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, en que la nación mexicana perdió dos
millones y medio de kilómetros cuadrados de su territorio, logrando
milagrosamente salvar la Península bajacaliforniana.
Oliver M. Wozencraft |
Al año siguiente, Oliver M. Wozencraft emprendía una expedición hacia
el desierto del Colorado, quedando tan fascinado por su paisaje e impresionado
con la ostensible riqueza circundante que para el invierno de ese año de 1849,
estaba en Washington ante una comisión del Congreso de los Estados Unidos,
exponiendo un plan para reclamar a México esos terrenos. Organizar en tan corto
tiempo otra invasión con el fin de satisfacer las ambiciones de Wozencraft y
encharcarse en otro acto de expoliación para obtener el susodicho desierto era demasiado por el momento.
Valiéndose del incumplimiento de contrato signado el 14 de marzo de 1861, Benito Juárez García, como presidente de México, 10 años después rectifica declarando rescindido el acuerdo firmado con Jacobo P. Leese a quien el propio gobierno juarista le había concesionado los terrenos baldíos de la Península de Baja California. Al año siguiente, dos meses antes de morir Juárez, en mayo 2 de 1872, ordena al general Pablo María Castro, titular de la Jefatura Política y de las Armas del Territorio de la Baja California, practicar una inspección ocular en la Frontera Norte colindante con la Alta California, con el fin de detectar cuál era la situación prevaleciente en aquel tentador paraje situado en suelo mexicano.
Bibiano Dávalos |
El general Castro comisionó a Manuel De Reyaleta y a Bibiano Dávalos
para realizar aquella difícil y delicada tarea. Fue hasta diciembre 5 de 1873
–poco más de año y medio después–, que dichos hombres tras haber retornado del
Partido Norte hacia La Paz, sede política del Territorio peninsular, enviaron
su informe final a Sebastián Lerdo de Tejada, en calidad de presidente
sustituto del fallecido Juárez, confirmando lo siguiente:
«Por el
mencionado camino no solo se hace el tráfico de pasajeros y correspondencia al
Fuerte Ciudad Arizona, el Tuzon [sic], y los
demás intermedios de aquel territorio, sino también transitan tropas armadas
con sus trenes de carros en los que conducen los pertrechos de guerra que
necesitan; así como otras empresas particulares de carros cargados con toda clase
de mercancías para el consumo de las poblaciones designadas y Postas situadas
en territorio Mexicano».
«De la misma
manera y con igual impunidad descargan constantemente buques en la Bocana del
Río Colorado en el territorio del Estado de Sonora, se deposita la carga en
unos almacenes de madera que al interior han hecho y de allí se está
conduciendo en los vapores planos a las Ciudades ya dichas para su consumo,
custodiada por empleados americanos para que paguen sus derechos en la Aduana
de Arizona».
Camino de la Herradura (1870) |
Aquella ruta de diligencias, llamada el Camino de la Herradura, hacía
un recorrido de 313 kilómetros desde San Diego, California, al Fuerte Yuma, en
Arizona. Corría, de oeste a este, paralelo a la línea divisoria entre Estados
Unidos y México. Partía de San Diego y pasaba por National City y Garbo,
introduciéndose a territorio nacional en su ida hacia la Posta del Rancho de
Tía Juana, de ahí reiniciaba la marcha en dirección a la Posta Tecate,
internándose de nuevo en territorio norteamericano. De vuelta en tierras
californianas cruzaba otras 13 postas instaladas por el Camino de la Herradura.
Para bajar a lo que años más tarde sería el condado de Imperial, tenían que
recorrer cinco postas más y así llegar a la Posta de Indios donde había que
reabastecerse de la anda de caballos de tiro para emprender la marcha hacia
territorio nacional pasando la línea divisoria entre Estados Unidos y México
justo por el monumento divisorio 220-A (por la puerta México), en los actuales
poblados de Calexico y Mexicali, zona que por aquellos días formaba parte de la
región conocida originalmente como la de la Laguna (Cameron) o de la del Río (Nuevo), nombrada así a partir de las inundaciones de 1906, en que la laguna Cameron, situada a un costado del poblado de Mexicali, desapareció, y el sitio fue ocupado por la desviación del cauce del Río Nuevo.
Desde ese punto de la línea fronteriza, la diligencia se adentraba a
suelo mexicano cabalgando hacia el sureste en dirección a la “Posta Río Nuevo”
(New River Station), la cual, conforme al mapa del área realizado por R. W.
Lemon, en febrero de 1903, quedaba en las inmediaciones de lo que fue la
Estación Packard, perteneciente al otrora ferrocarril de la Inter-California.
Esto sería hablar hoy —a partir de la confluencia del bulevar Lázaro Cárdenas con
Río Nuevo— de un sitio en Mexicali ubicado en las inmediaciones de Lázaro
Cárdenas y el entrecruce con bulevar López Mateos.
Según este documento que data de 1873, signado por Bibiano Dávalos y
Manuel De Reyaleta, la “Posta Río Nuevo” era el octavo punto de
reabastecimiento de la ruta de diligencias, y se componía de una casa con
restaurante y venta de licor, donde también se podían adquirir abarrotes,
granos y pastura, establecimiento cuyo manejo estaba a cargo del señor Fausto
Álvarez, de ciudadanía norteamericana.
A partir de la “Posta Río Nuevo”, la travesía proseguía en colindancia
con la línea fronteriza dentro del actual municipio de Mexicali, habiendo al
paso otras cinco Postas por recorrer, incluyendo el penúltimo paradero de la
ruta: “El Pozo de Los Algodones”; de la “Posta Río Nuevo” a la de “Álamo
Mocho”, había de por medio una distancia de 22 kilómetros y medio; de ésta, a
la “Estación de Burcke V. Vills”, y de aquí a la de “Siete Pozos”, y luego a la
de “La Rajadura” hasta llegar a “El Pozo de los Algodones”, en todo caso, las
separaba una distancia de poco más de 15 kilómetros: Ochenta y tres eran los
kilómetros que se tenían que recorrer en diligencia para atravesar el Valle de
Mexicali y llegar a Yuma.
Ese documento afirma también que once de las trece postas estaban
concesionadas a ciudadanos estadounidenses, exceptuando la del “Rancho de Tía
Juana”, que pertenecía al peruano José María Bandini (señores Bandines, dice el
documento original), y la de “El Pozo de los Algodones” a cargo del mexicano
Manuel L. Villarino, imbuido con el licenciado Modesto Arreola, en calidad de
apoderado de la tribus yumas, dieguinos y cucapá, en prolongada disputa por la
posesión de dichos terrenos baldíos.
Puerto Isabel, puerto norteamericano situado en suelo mexicano (Sonora), a la orilla este de la desembocadura del río Colorado |
El testimonio de Dávalos
y De Reyaleta describe con demoledora claridad cuál era la problemática
política de la región, por principio la total ausencia de una aduana mexicana
que pusiese coto al contrabando consuetudinario que llevaban a cabo los estadounidenses
dentro del territorio nacional, al grado de instalar para esos efectos su
propia aduana en la zona (¿Puerto Isabel?); pero sobre todo los comisionados
advertían al gobierno federal del peligro que representaba tener al vecino
instalado a todas sus anchas en la desembocadura del Río Colorado, ofreciendo
en su reporte hasta el remedio y el trapito para solventar un asunto que más
valía buscarle urgente solución, de no querer estar envueltos en un nuevo
conflicto internacional con Estados Unidos, cuyo final era perfectamente
previsible: la pérdida total de la Península noroccidental de México. Con ese
propósito, Dávalos y De Reyaleta, aconsejaban:
«El consumo de efectos extranjeros introducidos
clandestinamente no solo se hace por estas vías sino por la Ensenada de
Todos los Santos y percibe de mercancías para surtir las poblaciones y
rancherías diseminadas en toda la municipalidad, y solamente los productos
anuales que debían de producir bastarían para cubrir los gastos, el pago de los
demás empleados hábiles y una fuerza de cada una que recorran la línea e
impidiera el contrabando escandaloso que se hace diariamente, a ciencia y
paciencia de las autoridades mexicanas».
«El punto más propicio para declararlo puerto de altura sería la Ensenada de Santo Tomás, cuya oficina final deberá tener dos secciones, una en la Tíajuana [sic] y la otra en el Paso de Los Algodones».
De seguro lo suscrito en el informe realizado por Dávalos y De
Reyaleta, fue lo que impulsó al presidente Sebastián Lerdo de Tejada a emitir
en agosto del año siguiente, 1874, un decreto para la apertura de una aduana
para el Partido Norte del Territorio de la Baja California, con asiento en “Tía
Juana”.
La veracidad de los datos vertidos en el reporte de 1873 llevado a cabo
por Dávalos y De Reyaleta, son reconfirmados nueve años más tarde por los
ingenieros Jacobo Blanco y el coronel norteamericano J. Barlow, cuando a la luz
de la convención del 29 de Julio de 1882 con el fin de organizar una Comisión
Internacional de Límites para trazar y demarcar la Línea Divisoria entre los
Estados Unidos y México, fueron comisionados para explorar la región y elaborar
un estudio topográfico, realizando un mapa en el que se observa el área
correspondiente al Desierto del Colorado, en el que aparece el trazado de la
ruta de diligencias de San Diego a Yuma –el Camino de la Herradura– y
también los puntos donde se situaban los ranchos Los Algodones y Andrade;
plano cartográfico que tuvo como resultado la colocación de los Monumentos
Divisorios entre un país y otro.
Guillermo Andrade |
En lo concerniente al apellido Andrade, cabe destacar que Guillermo
Andrade, único mexicano que por aquellos días se esfuerza por hacer trabajo de
colonización en el Desierto del Colorado –fundando la Colonia Lerdo unido a
Thomas Blythe–, consigue un contrato de colonización otorgado por el gobierno
porfirista, el 11 de enero de 1878.
La aduana de José María Villagrana
El ejecutivo federal decreta la apertura de la primera aduana del
Partido Norte el 6 de agosto de 1874, con asiento en la comunidad de “Tía
Juana”. José María Villagrana, como subjefe político lerdista, inicia la
instauración de un organismo que, más allá de ser una dependencia del Ministerio
de Hacienda, en México Aduanas ha sido una extensión del Poder Ejecutivo,
reconfirmando a los habitantes de la más alejada región fronteriza del país, la
existencia de un poder central, ubicuo, hasta esa fecha invisible en sus obras,
cuya tangibilidad solo era perceptible durante el cobro de impuestos a los
lugareños por la introducción de víveres y herramientas desde Estados Unidos,
en igual caso se encontraron las
compañías que explotaban las minas de oro y cuarzo dentro de la región.
Sin empacho el supremo gobierno imponía la fuerza y verticalidad de sus
resoluciones reguladoras en la vida de un núcleo poblacional bajacaliforniano,
aislado por mar y desierto e inconexo con el comercio procedente del interior y
por tanto dependiente del país vecino en cuanto abastecimiento.
So pretexto de la disminución de la recaudación fiscal sobre una
explotación minera cuya producción empezaba a menguar, Villagrana aumenta en
300% los impuestos a la importación de básicos, materiales para la
construcción, utensilios para la agricultura y herramienta destinada para la minería.
No conforme, de la aduana sustrae y pone en sus alforjas el total de dinero
recaudado por el gobierno federal, dejando al municipio de Real del Castillo
sin un cinco de aquel antiguo 15% obtenido por el pago voluntario de
importaciones que los lugareños hacían al ayuntamiento para manutención del
incipiente aparato gubernamental, de un par de planteles educativos y de la
poca infraestructura construida.
Con esta desatinada medida del subjefe político Villagrana, el impacto
ocasionado para la economía familiar de la gente de Real del Castillo, fue
brutal. Este fenómeno se reflejaría en toda su magnitud siete años después, en
la primavera de 1881, cuando de manera por demás dramática los pobladores del
Partido Norte, expresan su disgusto en un documento enviado al presidente
Manuel González:
«Si nos
preguntara, señor [presidente], ¿por
qué ha salido la población de la Frontera?, contestaríamos abiertamente porque
es imposible soportar el peso del arancel aduanal; diríamos que aunque es
cierto que la Aduana protege al comercio, a la industria y los productos de un
país culto, en ningún caso deben existir derechos aduanales en un país que
principia a formarse, y que aún no se sabe si pueda llegar algún día a vivir de
sus propios productos o industrias; diríamos, en fin, porque los víveres que se
compran en San Diego por 1 peso, vienen a costar 4 pesos con el recargo del
arancel, al flote del dinero que es del 20 por ciento».
En torno a la debacle del gobierno de José María Villagrana en 1876, la
causa no fue la rebatiña por la silla presidencial entre Sebastián Lerdo de
Tejada (1872-1876) y Porfirio Díaz, ni tampoco las presuntas disputas entre
liberales y conservadores del Partido Norte del Territorio de la Baja California,
cuando algunos autores remarcan que el sustituto de José María fue don José
Moreno, un “conservador honesto, a carta cabal”. Por esos días, la lucha
política en todo el país más bien era entre militaristas (Porfirio Díaz) y
liberales juaristas, reeleccionistas como Lerdo de Tejada, pues los
conservadores, que habían dejado el poder en 1855, aún no se aglutinaban en
torno a la bota militar de un Díaz presuntamente anti-reeleccionista y liberal
en esa época.
Villagrana, fue sorprendido jugando ajedrez y aprehendido el 20 de
noviembre de 1876, llevado a la cárcel y depuesto por las 1500 almas y la
soldadesca que habitaban en el pueblo de Real del Castillo, por embolsarse el
producto de los impuestos cobrados en la aduana y dejar sin dinero al
municipio, por coludirse para la venta ilegal de terrenos, un negocio que
empezaba a tomar inusitado auge, y por haber convertido la cabecera del Partido
en la “Disneylandia” de las bandas de gavilleros que asolaban ambos lados de la
frontera. Esta era la verdadera causa del porqué el gobierno de los Estados
Unidos hacía un año que había movilizado a la Compañía G de Caballería para que
vigilase de forma permanente la línea divisoria entre ese país y el de México,
partiendo de “Tía Juana” hasta el desierto del Colorado.
Pero la gota que derramó el vaso fue cuando el vecindario descubrió que
el subjefe político Villagrana y su secuaz Braulio Carballar –el administrador
de la aduana enviado por la federación– solo habían gastado 2 000 pesos, de los
4 000 recibidos para construir la aduana del Partido Norte, empleando el resto
en la compra de “lujosos
carruajes y hermosos caballos” en
la localidad de San Diego. Esto fue lo que realmente encendió la mecha a una
situación en extremo delicada que, como era de esperarse, derivó en la
deposición y aprehensión de Villagrana, quien tres días después de su captura
ese 20 de noviembre de 1876, logró escapar hacia San Diego en el trayecto de su
remisión hacia el centro del país en calidad de prisionero.
La aduana de Andrés L. Tapia
Para avizorar el grado de aislamiento en que se encontraba el Partido
Norte de la Baja California, basta decir que no es sino hasta el 15 de
noviembre de 1877, un año después de los conflictos suscitados por Villagrana
dentro del Partido, cuando llega a Ensenada el coronel Andrés L. Tapia –jefe
político del territorio peninsular–, en el buque de guerra México, con un
contingente de 130 soldados a bordo, con el fin de pacificar la región. Para
sorpresa de tirios y troyanos, como parte de la tripulación venía un José María
Villagrana, redimido, que en cosa de un año de refugiado en el puerto de La
Paz, se había convertido en un porfirista confeso, cuyas ambiciones por
retornar al poder las vería esfumarse de su mente tan rápido como la bruma
suele desaparecer ante el arrebato de la luz solar.
A pesar de eso, Villagrana, el fundador de la primera aduana del
Partido Norte, permanecería aún en tierras bajacalifornianas hasta el 25 de
julio de 1899, cuando envía al jefe político-militar Agustín Sanginés una
precipitada e irrevocable renuncia como juez de paz de la colonia Tecate, y
luego parte con rumbo desconocido dizque a atender urgentes asuntos familiares.
Por el tono de la redacción del texto, todo indica que el señor estaba
evitando, a toda costa, estar delante del coronel Sanginés entregando el documento
de su adiós definitivo de la administración pública local.
Al bajar del barco el coronel Tapia a mediados de noviembre de
1877, el primero en deponer las armas fue José Moreno, lo que le facilitaría la
toma del control del aparato de gobierno. Más tarde vendría la rendición
voluntaria de Jesús Legaspy, de la gente adherida al chileno Felipe Zárate, a
Zerrabia y a Rodríguez.
El literato y educador de origen peruano, Manuel Clemente Rojo, antiguo
subjefe político de la región —a quien dos años antes los bandidos vinculados a
Villagrana le habían asesinado a su amigo Antonio L. Sosa, primer presidente
municipal de Real del Castillo desde su fundación el 2 de octubre de 1870—,
había sido el único de los lugareños en emprender vana campaña para volver a
ser reinstalado en el poder.
En ese ínter, Andrés L. Tapia emprende una serie de consultas dentro de
aquel vecindario, cuya problemática queda reflejada en el documento enviado el
15 de marzo de 1881 por la junta de vecinos de Real del Castillo al presidente
de la República Manuel González, informe en donde no solo le solicitan la
expedición de un decreto presidencial para convertir la región en zona de libre
comercio:
«En obsequio de
la Justicia, de la Humanidad y del Derecho que pudiéramos tener como hijos de
la República, a Usted pedimos se sirva decretar la Zona Libre para el Partido
Norte del Territorio de la Baja California».
También queda claro en dicho informe que una de las causas
fundamentales de los desaguisados dentro del Partido Norte habían sido los
desorbitados gravámenes impuestos por Villagrana a los productos traídos del
extranjero, sin omitir que el otrora recargo del 15% al costo de productos
importados al país, había representado un verdadero beneficio porque:
«con esto se
criaba un fondo suficiente para pagar a los empleados locales [los
del municipio], para
mantener una escuela de instrucción primaria, para abrir caminos y en fin para
hacer cuantas mejoras materiales sean posibles, porque del Gobierno jamás ha
llegado un centavo, a excepción de lo que ha gastado en el establecimiento de
la Aduana».
En 1877, la economía del Partido Norte se encontraba paralizada y al
borde del precipicio a causa de los altos aranceles a las importaciones
implantados por Villagrana. No obstante, como un acto providencial, desde un
año antes habían empezado a llegar, a aguas de la bahía de Ensenada de Todos
los Santos, cuantiosos embarques de mercancía de contrabando, procedentes de la
ciudad de San Francisco, específicamente de origen oriental, cuyos precios
resultaban para los moradores de la región sensiblemente más baratos que lo que
les costaba comprar en San Diego y, además, libres de impuestos.
Ante eso, Andrés L. Tapia reuniría a las autoridades del Partido –entre
quienes se encontraba Cayetano Treviño, presidente de la Comisión de Terrenos
Baldíos–, y en vez de ordenar bajar de inmediato los impuestos a los productos
importados para incentivar la economía de aquellos villorrios, plantea la
necesidad de abrir una aduana “provisional” en lo que sería el puerto de Ensenada.
Luego toma la decisión y por primera vez manda cerrar la recién fundada Aduana
Fronteriza de Tijuana, reduciendo las instalaciones de aquello que se
había convertido en la manzana de la discordia, a categoría de simple caseta fiscal
y de vigilancia.
En lo concerniente a la aduana de Tapia, se trataba de una casita
prestada, ubicada cerca de la playa, cuyo propietario era don Pedro Gastélum.
Luego el coronel parte muy campante hacia La Paz, nombrando a José Pelayo Gama
como administrador de la Aduana del Partido Norte, que, de la noche a la
mañana, de fronteriza había pasado a ser marítima, cambiando su residencia de Tijuana
a Ensenada.
Poco habría durado el gusto del coronel Tapia, pues en abril de 1878,
tras la regañina recibida de parte de don Porfirio, regresa a Todos los Santos
a clausurar su aduana de la playa, ordenando reabrir la fronteriza, que hasta
hacía poco estuviera situada en Tijuana.
Decreto presidencial del 27 de octubre de
1880
Con este decreto presidencial expedido por Porfirio Díaz para la apertura oficial de la Aduana Marítima de Ensenada
de Todos los Santos, la Aduana Fronteriza de Tijuana volvió a cerrarse por
segunda ocasión en tan solo tres años; no obstante, la oficina de la Aduana
portuaria, frente a un movimiento cada vez mayor de mercaderías pero de
contrabando, quedó operando de manera intermitente: unas veces sí y otras no.
Con el nuevo cierre de la Aduana Fronteriza de Tijuana en 1880, y el
funcionamiento irregular de la marítima de Ensenada, después de que la gente
del Partido Norte desde 1875 había estado padeciendo una onerosa carga
tributaria a las importaciones –de cuyo producto hacía seis años que el
municipio de Real del Castillo no obtenía ni un centavo para la manutención del
aparato administrativo y el sostenimiento ahora de tres escuelas de instrucción
primaria: la de Real del Castillo, la de San Vicente y la de Tijuana (1879)–,
se crea una comisión de vecinos con carácter de urgente y en marzo de 1881
redactan el documento ya citado, enviándolo al presidente Manuel González, en
el que se hace un análisis pormenorizado sobre la deleznable actuación de los
siete administradores de Aduana que habían ejercido ese cargo desde 1874:
«Don Braulio
Carballar fue el primer Administrador de la Aduana de Tijuana, establecida por
orden del Gobierno, para lo cual recibió $4000,00 pesos de la Aduana de Mazatlán,
de cuya cantidad gastó $2000,00 más o menos en la fábrica de dicha Aduana y el
resto gastó en San Diego en comprarse carruages [sic],
hermosos caballos y objetos de valor para su uso. Éste es uno de los que mejor
se han portado, porque aunque todo su trato y manejo era en el extranjero,
cumplía con su deber, pero al fin jamás mandó un centavo al Gobierno, y cuando
salió de la oficina, dejó pendiente el pago de sus empleados y subalternos por
falta de fondos».
«Pasemos al
siguiente, el segundo Administrador de dicha Aduana, fue don José Pelayo Gama;
¡Qué vergüenza! Éste ni aún fue puesto por el gobierno, sino por el Jefe Político
del Territorio que vino a calmar algunos disturbios habidos entre el pueblo,
siempre por causa de la Aduana, porque se trataba de evitar una especulación [investigación] que se pensaba hacer al
Administrador Carballar».
«La visita del
señor Tapia en nada fue benéfica porque se fue dejando como luego se dice “las
mechas ardiendo” y solamente nos ha dejado a un Pelayo de Administrador de
Aduanas. Este empleado devoto del Dios Baco no esperaba colectar dinero para
sus vicios, sino que comprometía al crédito la Aduana con el comercio, y jamás
pagó a sus subalternos. Vivía en San Diego, Alta California, en donde siempre
ronda, y despachaba muchos negocios de la Aduana a satisfacción de los
interesados, quienes formaban con este objeto tertulias y reuniones de puros
devotos del mismo Dios».
«El tercer
Administrador fue don Alberto H. Dugnig, quien aunque muy honrado y cumplido,
jamás remitió algo al Gobierno».
Antes de continuar, es indispensable destacar un episodio de la vida
bajacaliforniana, porque cuando en el reporte anterior llega el momento de
explicar acerca de cuál había sido el proceder del cuarto administrador de la
aduana, menciona a un ilustre sud bajacaliforniano, al general José Manuel
María Márquez de León (1822-1890), que, con el apoyo de Ramírez Terrón en Sinaloa,
el 22 de noviembre de 1879 lanza contra el gobierno de Porfirio Díaz su Plan
Revolucionario del Triunfo, convocando al pueblo de Baja California a la
rebelión.
Poco tiempo después de la proclama del general Márquez, el coronel
Tapia sería sustituido por el general José María Rangel (1836-1896), a quien
toca enfrentar a los alzados marquecistas en la frontera del Partido Norte, a
mediados de 1880.
«El cuarto
Administrador fue un señor Jesús Legaspi [sic] puesto por el
revolucionario Márquez, este empleado siguió los pasos de Gama, sin perderle la
pista».
«El quinto fue un
señor Arnulfo García puesto por el coronel [por esas fechas ya era general] entonces don José María Rangel. Si
se quiere saber del manejo de este Administrador que tenía las hechuras de
Pelayo Gama, con la circunstancia agravante, de que éste insultaba a los
introductores y jamás se ocupó de libros o papeles de ninguna especie. También
fue procesado y consignado al Juez de Distrito, por cuya razón no pudo remitir
al gobierno los productos de la Aduana».
«El sexto fue don Ignacio Romero, que aunque muy
caballeroso y honrado durante su administración, vivía en el extranjero con
todos sus empleados subalternos, pasando a suelo mexicano solamente cuando
pasaba algún desgraciado a quien descarnar [sic]. Este
tampoco mandó dinero al Gobierno y se fue sin pagar a sus empleados. La razón
no se sabe».
«El presente
Administrador [el séptimo], señor Torrescano, sin tener la honra de conocerle, aún
no nos ha hechado [sic] un saludo, tratándonos públicamente
de salvajes y ha principiado por tratarnos de bandidos a los vecinos más
honrados de este Partido, y desde que llegó hasta la fecha [marzo de 1881] anda en el extranjero con todo y
empleados subalternos».
«Estos son, señor
Presidente, las personas en cuyas manos ha puesto el Gobierno el manejo de esta
Aduana, para deshonra de la Nación y ofensa y ruina de este Partido».
El presidente Manuel González, el 15 de diciembre de 1883, promulgaba
la Ley sobre deslinde de
terrenos y colonización de la Baja California, dando apoyo irrestricto a
extranjeros para la colonización de vastas regiones de un país en donde la gran
masa campesina vivía sin un pedazo de tierra, medidas que reavivaron sobre
México el furor anexionista de las potencias sobre la frontera norte. Al año
siguiente, el presidente González le concesionaba a Luis Hüller, organizador de
una compañía deslindadora de terrenos, una inmensa extensión de tierras baldías
que abarcaban los actuales municipios de Tijuana y Ensenada, incluyendo isla de
Cedros.
Dos años después (1886), Huller vendía sus derechos a la empresa
norteamericana Compañía Internacional. En 1889, este latifundio de dimensión
colosal era absorbido por la firma británica Compañía Mexicana de Terrenos y Colonización para
el Desarrollo de la Baja California, más bien conocida como la Compañía
Inglesa.
Antecedentes históricos: franquicia para la
zona libre
Los primeros antecedentes, en México, en torno a la historia de la
franquicia de zona libre, se remontan al año de 1849, cuando el presidente José
Joaquín Herrera (luego de que un año atrás el ex presidente Manuel De La Peña
firmara el tratado Guadalupe-Hidalgo con Estados Unidos), el 4 de abril emitía
un decreto por tres años permitiendo a los habitantes de la frontera norte la
importación de víveres para autoconsumo.
Derogado ese decreto en 1852, el gobierno de Ignacio Comonfort,
para el 28 de diciembre de 1855, ordenaba la exención de derechos aduanales a
los metales no beneficiados dentro de la Península de Baja California.
El 17 de mayo de 1858, durante la presidencia de Félix Zuluaga, el
gobierno de Tamaulipas era agraciado con un decreto que exentaba el pago a la
importación de víveres para los moradores de Matamoros, Reynosa, Camargo, Mier
y Nuevo Laredo.
En lo que concerniente a la petición para el establecimiento de una
zona libre en el Partido Norte, solicitada al presidente Manuel González en
marzo de 1881, el gobierno del general Díaz, en enero de 1885, en
respuesta a dicha petición de hacía cuatro años, decretó la aplicación de una
franquicia que consideraba zona libre de impuestos una faja de veinte
kilómetros sobre el área fronteriza de la Península bajacaliforniana con
Estados Unidos, beneficiando incluso a Ensenada. Veinte años después, en 1905,
José Ives Limantour —secretario de Hacienda— derogaría aquella franquicia.
Desde la derogación de la franquicia de zona libre
en 1905, hasta su reapertura en 1937 realizada por el gobierno cardenista, la
lucha por la instauración del régimen de zona libre fue toral para Baja
California. Un otorgamiento que solo era concedido por la Presidencia de la
República como eventual paliativo en tiempos de excepción o de graves crisis,
evitando subsanar un problema permanente con medidas más apegadas a la realidad
económica y social de una región aislada
del resto del país.
roberelenes@gmail.com
SEP—INDAUTOR
Título original:
Aduanas bajacalifornianas
Registro público:
03-2003-110615022600